—¿Acepta usted a este bambaco como tu legítimo esposo y prometes amarlo, respetarlo y cuidarlo, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la adversidad, todos los días de tu vida?

Ella pregunta por el tiempo y se decide : —¡Pasapalabra!

Iván de Pineda interviene: —¡Muy bien jugado!

La película Quiz Show se estrenó hace 30 años. Expone la tragedia del espectáculo del saber: es el show de las preguntas. Charles Van Doren —fallecido en 2019, a los 93 años— provenía de una estirpe académica: su padre y su tío obtuvieron premios Pulitzer, y su madre fue editora de The New Yorker. En 1957 se prestó al concurso amañado Twenty-One y pasó de figurar en la portada de The New York Times como héroe cultural al repudio público y, por poco, a la cárcel.

Pasemos a Pasapalabra. El juego es conocido: un círculo luminoso, un alfabeto en forma de rueda que espera encenderse letra por letra. En el centro, una persona en tensión, el rostro atento y concentrado, aguarda la avalancha de preguntas. Cada respuesta correcta ilumina una letra; cada error marca una derrota momentánea. Pero existe una opción, que el conductor remarca —en el formato argentino, Iván de Pineda—: “ante la menor duda... pasapalabra”.

El juego es un horror más de la fantasía de un contestador absoluto. Pero tiene algo que me parece fascinante: esa pausa. Si uno lo piensa bien, la instauración del pasapalabra no debería limitarse a este escenario televisivo. Debería convertirse en una manera legítima de estar en el mundo: defender el derecho a no responder enseguida, reconocer que ciertas preguntas requieren tiempo y que no todo se resuelve con el primer impulso. Quizás, mucho antes de roscos y cronómetros, Atenas conoció en Sócrates a un maestro de la demora fecunda. El genio vienés Wittgenstein decía que el saludo debiera ser: “Date tiempo”.

Imaginar una cultura del pasapalabra es imaginar un mundo más atento, más humilde, más verdadero. Un lugar donde la pausa no sea un vacío que haya que llenar de inmediato, sino un espacio legítimo de trabajo interior. Si se quiere, todos llevamos nuestro propio rosco invisible de preguntas: algunas encuentran respuestas al paso; otras requieren años de silencio, lecturas y contradicciones. Vemos de refilón el segundero y decidimos, en cierta manera, cuál toca, cuáles sabemos ahora, a mucho de la primera vez que nos preguntamos...

Por esa riqueza es que me parece decepcionante el formato “Pasapalabra con famosos” actual. El énfasis pasa de acertar a autoboicotearse con gracia. Las respuestas importan menos que el carisma; la pausa reflexiva se vuelve un remate cómico. Parece que los productores apuestan a un público que no quiere ver destrezas mentales ni a nadie que lo supere, sino uno que solo quiere mirarse en el espejo de su propia ligereza.

“He volado demasiado alto con alas prestadas”, dice Ralph Fiennes en el papel de Van Doren. De todos modos, remontó luego: Van Doren fue víctima de la locura de una sociedad que premiaba cerebros acróbatas. Encima siin “pasapalabra”; era imposible. Buscó un lugar donde las respuestas valieran más que en la Universidad, una tragedia conocida y más que comprensible. Eso sí, luego del escándalo mantuvo un silencio que duró casi el resto de su vida —o sea, hizo un “pasapalabra” de 60 años—, uno que, según su propio testimonio, fue lo mejor que le pudo haber pasado. Enseñó, editó, escribió tres buenos libros y dirigió la Enciclopedia Britannica durante más de 20 años.